Kancacho. Una palabra quechua, con un sonido brutal y austero nos recuerda el paisaje de donde proviene, una prolongada extensión de repente interrumpida por eventuales formaciones rocosas, y de lo que designa, un cordero tierno asado que bebe el agua salada de la zona y se alimenta de la hierba ichu que crece por encima de 16.000 pies. A veces el agua es escasa y se obtiene lamiendo el poco líquido retenido por las rocas después de las lloviznas cortas. ¿Será esa singular forma de alimento responsable de las notas herbáceas y minerales que uno siente al degustar su carne? El Kancacho, una vez cocido, sabe como el paisaje.
Y también sabe como la cultura, la de Ayaviri, la capital ganadera del Perú, en Puno. Servidos en pequeños restaurantes familiares y calles pequeñas por “canchacheras” que compiten por sus sabores, todo, desde los muslos jugosos hasta las entrañas, más sobrias y potentes, forman parte de la dieta diaria en la zona. El secreto de un buen Kancacho está en el sabor de la tierra, sí, pero también la curiosa mezcla de ajo, comino, chile panca, pimienta y cerveza oscura utilizada para macerar la carne. No hay abundancia de madera en la zona, por lo que el fuego se alimenta con excrementos del mismo animal, una costumbre feliz que refuerza su sabor más profundo en la superficie.
El Kancacho es brutal y austero, pero muy potente en el gusto. Tan potente que cuando está listo, los que lo saben luchan sobre los huesos, e incluso los jugos que se convierten en gelatina con la grasa en el fondo de las placas de estaño donde se tuesta, se utiliza para alimentar a los cerdos para hacerlos sabe mejor. Bendito sea ese cerdo que nunca, hasta ahora, ha comido tan bien como los humanos.